El libro del campo: una historia (anclada en Bahía Blanca) sobre inmigrantes y pasión por la tierra
“Nuestra relación con el campo comenzó desde chicos. (…) Nunca vivimos allí; en realidad no lo hizo ninguna de las, hasta ahora, cinco generaciones si contamos desde nuestros bisabuelos hast...
“Nuestra relación con el campo comenzó desde chicos. (…) Nunca vivimos allí; en realidad no lo hizo ninguna de las, hasta ahora, cinco generaciones si contamos desde nuestros bisabuelos hasta nuestros hijos. Siempre fuimos (…) ausentistas, lo cual no es bueno ni malo, más allá de aquello que a veces se dice que ‘hay que vivir en el campo’ o que ‘el verdadero productor debe vivir en el campo’ (…), frases hijas de ‘la tierra es para el que la trabaja’, como si hacerlo dependiese de dónde vive el productor. Sería pedirle al juez que viva en el tribunal, al comerciante en el comercio o al camionero en el camión (…). Como sea, esta es, dentro de El libro del campo, la historia que, tal vez, tenga esa sola virtud: la de ser nuestra y la de nuestros bisabuelos, abuelos y padres”. (El libro del campo, historia y anécdotas de una relación familiar centenaria, de Cristóbal Doiny Cabré, octubre 2023).
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La María Elena y El Monte Santa Elena (1885-1898, al sur del partido de Puan) y El Chasicó (1987, al oeste del distrito de Tornquist).
Son nombres propios de los establecimientos agropecuarios ubicados en esa región cercana a Bahía Blanca que encarna una tradición familiar centenaria y que, por motivos que se verán, un día Cristóbal Doiny Cabré decidió empezar a compilar y, finalmente, publicar —con dimes y diretes— en una versión extendida de una historia que atraviesa tres siglos.
“El libro tiene dos partes bastante diferentes: una más histórica familiar y regional y otra que diría más personal, de contar anécdotas o sucesos o describir personas que, con el tiempo, se transformaron en personajes que son los que hemos ido conociendo personalmente, o de oídas, porque han trabajado en casa o son vecinos”, dice el abogado Doiny Cabré, autor de la publicación que, sin proponérselo, iniciaron Matías de Aguirre y Olaso y Timotea de Bardecci y Aguirre.
La idea de escribir un libro se basa, por lo general, en una cuestión personal y motivacional y, especialmente, a partir de disponibilidad de tiempo. En este caso, lo primero siempre estuvo.
“Cuando tuve el episodio de una infección en la cadera y dos cirugías para solucionar el problema, me quedé encerrado en casa y tuve que buscar alguna actividad de las que me gustan, de esas que aún pudiera hacer en una silla de ruedas. Ahí lo decidí y, como paso inicial, me puse a trabajar en las escrituras originales”, indica.
“Empecé a tener información de cómo empezó todo el proceso desde que llegó mi bisabuelo a la Argentina, de cómo y cuándo compró las propiedades y de cuándo se fue y se hizo el sucesorio”, agrega.
—¿Esa cuestión de salud fue determinante para escribir el libro?
—No lo sé. Lo cierto es que tuve todo el tiempo para hacerlo. Y lo empecé más allá de algunas cosas que tenía de antes, como el tema de los ferrocarriles o alguna historia puntual. Y para mi idea sobre personas y anécdotas encontré ese tiempo en casa.
—Con la recopilación de datos históricos, de fotos y demás se convive en forma permanente con los sentimientos…
—Sí, claro. Nosotros siempre, por lo menos en mi caso, sentimos un gran agradecimiento porque mucho de lo que tenemos en cuanto a propiedades y a todas las posibilidades para estudiar y demás en verdad no era todo mérito nuestro. Es cierto que compramos más campo y pudimos haber desarrollado bien la empresa, pero es un proceso de muchísimos años.
“A mi bisabuelo no lo conocí y a mi abuelo materno tampoco, porque se murió muy joven; mi mamá tenía 5 años cuando pasó eso, pero siempre tuvimos una sensación de que el campo venía de ellos. Eso fue continuado por mis padres, porque lo que pretendieron fue desarrollarlo pensando en buena medida en nosotros. Hacer estas inversiones implica también privaciones de otro tipo de cosas. Eso está claro”.
—La historia habla también de inmigración, de los vascos vascos, por ejemplo…
—Sí, porque a los vascos no les gusta eso de 'vasco francés' o 'vasco español'. Son vascos a secas… Nosotros tenemos vertientes de distintos lugares. La familia de mi papá era de origen catalán, los Cabré, y la de mi mamá era Aguirre, bien vasco.
“El Díaz de mi abuela era de España, supongo del centro; es decir, el origen es ibérico en general, más esta incursión de alemanes por Doiny. Pero nunca fui un nostálgico de mis antepasados. Mas, jamás quise hacerme el pasaporte de otro país; tal vez sea un error, pero entiendo que es porque yo nací acá. ¿Si lo voy a hacer? Aún podría; acaso lo haga por mi hija.
“Pero sí empecé a averiguar cómo había sido el tema de la inmigración vasca. Por ejemplo, en qué condiciones vino mi bisabuelo porque, supongo, que lo hizo con algún capital. No era un inmigrante de los denominados clásicos”.
—En el libro no se afirma todo como conclusiones oficiales y existen presunciones. Por ejemplo, una de ellas es cómo se adquirieron los campos…
—Algo de eso hay, pero las escrituras son las originales y allí está mi bisabuelo comprando los campos, por él o por medio de apoderados, con los valores que, obviamente, son imposibles de saber si uno los traslada a hoy. Son cuatro compras distintas, bien pensadas, porque los lotes están pegados y siguen los cursos de agua. Son tres particulares y una más grande en un remate público del Banco Hipotecario Nacional.
“Sabíamos que nuestro bisabuelo tenía un comercio en Azul, que era la ciudad hasta donde llegaba el tren en esa época. Y supongo que han comprado acá porque sería bastante más barato que allá, donde había más estabilidad. Mi abuelo compró en 1885 el primer lote y el Ferrocarril Sud, que es el primero, llegó en 1884 a Bahía Blanca. Cuando mi bisabuelo adquirió los campos, nosotros decimos ahora en Berraondo y San Germán, esos pueblos no existían. Estas son certezas.
“El compró primero para vender y, después, los negoció porque era común que se hicieran inversiones de ese tipo. Pero de hecho no lo vendió y se volvió a Bilbao con toda su familia. Eso fue alrededor de 1900”.
—¿Sabés por qué lo hizo?
—No. De hecho para 1900, más o menos, regresó a Bilbao, y su hija menor, que se llamaba María Elena, nació allí. Los hijos eran chicos y no se podrían haber quedado acá y estudiaron en Bilbao. Mi abuelo, y uno de los hermanos, se recibieron de abogados y recién después volvieron a la Argentina.
“Mi bisabuelo murió en 1911 y calculo que alrededor de 1925 regresaron sus tres hijos varones a ocuparse de lo que habían heredado”.
—En el libro también se hace un buen espacio para el ferrocarril.
—Era el medio que se usaba para ir al campo. El ferrocarril se inauguró en 1891. Se llamaba Bahía Blanca y Noroeste, porque iba desde acá a Toay, con la idea de llegar un poco más lejos. Si te fijás, la estación Noroeste, que se quemó hace un par de años, era la de ese ferrocarril. Y se llamaba Noroeste, porque el ferrocarril iba al noroeste. El barrio, donde está Olimpo, se llama noroeste por eso, pero no está en el noroeste de la ciudad.
“Ese ferrocarril, que no tenía tantas estaciones como al final, fue el que construyó Nueva Roma, Puerto Galván, el Barrio Inglés, el puente Colón y el Mercado Victoria. Después fue cambiando de dueño, ya que lo compró Buenos Aires al Pacífico y llegaba hasta Toay, pasaba por Nueva Roma, Choiqué, Berraondo, San Germán, Villa Iris y continuaba”.
—¿Cómo ha ido mutando la empresa familiar agropecuaria hasta hoy?
—Hace unos años hice un curso en una cátedra libre sobre empresa familiar en la UNS y una de las primeras preguntas fue quiénes creíamos nosotros que eran los socios fundadores, porque podría haber dicho mi bisabuelo o mi abuelo.
“Siempre pensé que habían sido mis padres, porque hubo una interrupción grande entre la muerte de mi abuelo, con 43 años alrededor de 1935, cuando mi abuela quedó viuda con cuatro hijos. Alquiló el campo, después vivieron el proceso de alquileres congelados e imposibilidades de desalojar y, hasta el año 62, nuestra familia no tuvo manera de intervenir.
“Ahí mi papá, que era arquitecto y no tenía nada que ver con el campo, empezó a ocuparse. Siempre pensé que en ese momento nuestra empresa familiar empezó a desarrollarse. Si bien no sabía de campo, mi viejo era un tipo inteligente y fue tomando conocimientos. Después nosotros, desde chicos, sí fuimos y sabemos cómo se trabaja; sobre todo uno de mis hermanos, Emilio, que es veterinario y maneja casi todo”.
—¿Hoy los chicos están relacionados con la actividad?
—No. Los cuatro hermanos tenemos cinco hijos. Por ejemplo, yo tengo una hija y dos de mis hermanos tienen dos cada uno; mi hermana es soltera.
“Los chicos tomaron otros rumbos. Ha sido casi una constante familiar que estudien algo diferente respecto de los padres. Mi papá era arquitecto y, de cuatro hijos profesionales, ninguno lo fue. Uno de mis hermanos es ingeniero, tiene una hija médica y uno que estudia arte; mi hija estudió marketing y de los hijos de mi otro hermano, que es veterinario, una es economista y el otro es geólogo.
“Los chicos han ido al campo, pero nunca se engancharon. Además, casi ninguno vive acá, ya que están entre Buenos Aires y en el exterior. Es un tema que no sé cómo se resolverá”.
—¿Cómo lo imaginás?
—No lo sé. La opción la van a tener. Excepto por una catástrofe, no nos vamos a desprendernos de los campos. Ellos tendrán la alternativa de tener la propiedad y decidir qué harán en el futuro, desde generar una renta o vender, ya que es improbable que se dediquen a criar vacas como nosotros. Pero es sólo una especulación.
—Al período 1935-1962 lo denominás como de arrendamiento y de inserción política. ¿A qué te referís?
—Mi abuelo era abogado, aunque nunca ejerció. Se había recibido en España, así que se dedicaba al campo, tenía ovejas, algunas vacas y una parte alquilado. En ese momento era muy joven y activo, pero se murió a los 43 años y mi abuela quedó viuda con cuatro hijos: mi madre y los hermanos.
“Ella pertenecía a una familia de abogados, ya que el padre y los hermanos lo eran. Como no se trataba de gente vinculada con el sector, decidió alquilar el campo, que era una opción razonable. Además, hay que ubicarse en el tiempo: no es lo mismo el rol de una mujer hoy que en 1935”.
—¿No se consideró vender?
—No. Mi abuela era absolutamente contraria a eso. Cuando llegó la división, mi mamá y los hermanos lo hicieron en cuatro fracciones y cada uno hizo lo que creyó mejor. Mis dos tíos vendieron todo; mi tía lo conservó, salvo una fracción, y nosotros fuimos los únicos que acrecentamos lo que se había heredado.
—¿Qué hay respecto del tema usos y costumbres?
—Ahí hago una distinción, porque me salió el abogado que tengo adentro. Jurídicamente, los usos y costumbres son una de las fuentes del derecho; es decir, hay algunos que se consideran obligatorios y se aplican llegado el caso y los quise distinguir de los que son tradiciones como la carneada, la yerra y demás.
“Hoy, el tema de usos y costumbres desde el punto de vista legal tiene menos influencia, ya que se van convirtiendo en leyes, pero sí hay muchas costumbres y tradiciones del campo que aún se respetan”.
—Existe una certeza desde 1880, al menos para referenciarnos desde este tiempo, que parece prolongarse o acentuarse: la convivencia con la seca.
—La zona es de unos 500-550 milímetros por año; no es Pergamino. La lluvia y la sequía son determinantes en el campo. Vos podés hacer todo bien, pero si no llueve es una catástrofe y nunca sabés cuándo empieza y cuándo termina. En el libro se relatan infinidad de anécdotas y estados de nervios, donde la decisión de cuándo vender la hacienda es una de las más relevantes.
—¿En algún momento pensaron en desprenderse todo?
—No. Vender la hacienda y alquilar alguna vez sí. Incluso, hoy mismo uno de mis hermanos lo está pensando, porque ya estamos más grandes. El tema es que una vez que vos tomás un camino; es decir, hacer inversiones y mejoras, incorporar tecnología y, después lo alquilás, es difícil que un arrendatario lo cuide como lo hacés vos, tanto el campo como el establecimiento.
“Yo no critico a quien arrienda su campo, porque es una buena manera que alguien tenga el capital y otra persona ponga el trabajo. Si no hubiese arrendadores, los arrendatarios no podrían comprar, porque no tienen el capital, ni tampoco trabajar, porque no tendrían dónde. Por eso no me parece una mala combinación”.
—Si se hiciera una película sobre tu familia, ¿quién sería el protagonista y por qué?
—Nunca lo he pensado... Podría ser mi bisabuelo (Matías de Aguirre y Olaso). Si él no hubiese comprado el campo, yo no sé dónde estaríamos, porque eso determinó parte de nuestras vidas; fue la base y el resto una derivación.
“Pero también puedo mencionar a mi viejo, todo un personaje. Era arquitecto, dirigía obras y estaba a cargo de albañiles en la ciudad, pero el campo no estaba en su salsa. Por ejemplo, iba con zapatos negros con cordones, pantalón de vestir y saco y, sólo a veces, se sacaba la corbata. Eso nos condicionó: al campo había que ir a trabajar. Una prueba de esto es que nunca quiso que se construya una pileta.
“Es raro, porque a él nunca le cerró del todo el tema del campo, pero casi todas las inversiones las hizo ahí. Lo curioso es que le encantaba Sierra de la Ventana; incluso, tenían una casa y los últimos años estaban más allá que en Bahía, pero antes de morir expresó que su deseo era que sus cenizas se arrojaran en el campo”.
—Y las personas que trabajan, o trabajaron, en el campo de ustedes tienen un apartado…
—Porque se trata de gente especial. En este sentido, en el campo siempre me he sentido un poco turista. Llevaba la bombacha, laburaba en la manga y demás, pero siempre con ojos de turista. La gente allá es distinta a la de la ciudad; ni mejor ni peor. Incluso, podés tener algún inconveniente con alguien pero, por suerte en tantos años, nosotros nunca tuvimos un pleito. Estos vínculos, con la familia Miguel por ejemplo, que está desde hace muchos años, nos enriquece en forma permanente.